Nueva York, lunes 22 de septiembre
de 2014.
De pie junto al ventanal de su
despacho en el piso cincuenta y ocho, un abatido Christopher
contempla con tristeza el amanecer neoyorkino mientras toma el primer café de
la mañana.
Hoy, lunes, no es un día feliz
para él. El pasado fin de semana ha sido el más
amargo de su vida.
Su pensamiento
vuela hasta la mañana del sábado y con un escalofrío recuerda los terribles
momentos vividos en la reserva de Norvin
Green, mientras cazaba en compañía de su hermano pequeño Arnold, y Dave, un
compañero de trabajo.
«Es el principio de un otoño especialmente
cálido. La temporada de caza se ha adelantado este año y la foresta ya está
pintándose con los ocres de fresnos y abedules.
Eran las siete de la mañana y yo estaba caminando
por una ladera del valle del Blue Mine Brook, cuando de repente, apareció
delante de mí. Ignoraba de dónde había salido, porque no oí absolutamente nada.
Pero ahí estaba, arrogante, majestuoso, rodeado por los mágicos sonidos del
bosque. El cuerpo en la sombra, y su testa, coronada por una formidable
cornamenta, iluminada por el sol que se filtraba entre los árboles.
Me miraba muy fijo. Nos mirábamos. Intenté
permanecer inmóvil y fui levantando lentamente el arma. Él tampoco se movía. Me
eché el rifle al hombro. Miré por el visor telescópico. Algo no cuadraba... No
sabía lo que era, pero había algo que no estaba bien. Me tranquilicé, enfoqué
el visor, y entonces lo vi. Justo a la izquierda de la cabeza del ciervo, había
algo de color rojo que se movía con el ligero viento que corría por el valle.
El animal continuó impávido, como si fuese una
bellísima estatua que alguien hubiera colocado allí, en medio de la fronda. Muy
despacio, apoyé mi dedo sobre el gatillo.
−¡Eh, Chris! –gritó Dave a mis espaldas−. ¿Dónde
estás?
El venado reaccionó veloz dando un par de ágiles
saltos y desapareciendo en la espesura.
−¡Muy oportuno, Dave! –le grité a mi vez−. Tenía
un macho precioso en el punto de mira, ¡y me lo has espantado!
−Lo siento, estaba todo tan silencioso… −llegó
hasta mí y me dio unas palmaditas en la espalda−. De verdad que lo siento,
Christopher.
Ya me estaba dirigiendo hacia el lugar donde
había visto ese objeto rojo. A medida que me acercaba, el corazón se me iba
acelerando. Me paré en seco, mudo por el espanto de lo que veía: enredado entre
los arbustos había algo parecido a una muñeca en una posición inverosímil.
−¡Dave, ven, de prisa! Aquí hay algo muy raro.
Mi amigo se aproximó corriendo hasta donde yo me
había detenido.
−¡Dios mío! –exclamó −. ¿Eso es una persona?
Ante nosotros, cabeza abajo, estaba el cuerpo de
una niña pequeña, como de unos diez años, con sus miembros aparentemente
dislocados. Desnuda, a excepción de un gran pañuelo rojo anudado al cuello,
componía, con las luces y sombras del entorno, una escena sobrecogedora.
En ese momento, mi hermano Arnold llegó hasta
donde nos encontrábamos.
−¿Qué pasa, qué estáis mirando?
Se detuvo en seco, el rifle se le escurrió de entre
las manos, le comenzaron a temblar las piernas y no cayó al suelo gracias a que
Dave lo sostuvo entre sus brazos.
Lo que ocurrió a continuación es como una
nebulosa para mí.
Sí recuerdo que me acerqué a la pequeña, que en
apariencia estaba muerta. Le aparté el pelo enmarañado que le cubría la cara y
le puse la mano en la frente. Exhalé un suspiro de alivio. No estaba fría.
¿Pero cómo habría llegado hasta allí? Posiblemente alguien la arrojó desde la
carretera que discurre por la parte alta del valle. Era asombroso que aún
viviera, sobre todo porque la temperatura todavía era muy baja a esa hora tan
temprana. Pensé que, por lógica, no podría llevar allí mucho tiempo. Me quité
la pelliza y tapé con ella a la niña, en un intento de conservar el poco calor
que aún tenía.
Alguien (quizás yo mismo), debió llamar al
teléfono de emergencias. Fue un milagro que hubiera cobertura.
Arnold había vomitado y estaba sentado en el
suelo, con la cara lívida y desencajada.
Mientras Dave se quedaba abajo con él, procurando
que se recuperase de la fuerte impresión que le había producido la visión de la
niña, yo me dirigí a la carretera trepando por la fuerte pendiente que formaba
el barranco.
Durante la dura ascensión iba imaginándome el
pequeño cuerpo que se precipitaba por la ladera, golpeándose con piedras y
ramas hasta quedar atascado en el arbusto que posiblemente le salvó la vida, al
impedir que siguiera rodando hasta el fondo del valle.
Llegué arriba sin aliento. Una vez en la
carretera, cansado y sudoroso, me senté sobre una piedra a esperar que llegaran
los del servicio de emergencias.
Sin mi pelliza, me estaba helando de frío, aunque
el corazón me latía con fuerza y no sólo por la fatiga de la fuerte subida. No
podía deshacerme de la visión de aquella piel desgarrada, gritando su palidez
desde la penumbra del bosque.
Jamás podría quitarme esa imagen de la cabeza.
Las sirenas se iban acercando gradualmente y de repente apareció
por la curva una ambulancia seguida por otros dos coches, los tres con luces
amarillas parpadeantes y un estruendo de bocinas. Me
levanté y les hice señales con los brazos.
Fue muy complicado trasladar el cuerpo hasta la
carretera. Provistos de material de primeros auxilios, dos especialistas
desenrollaron y tendieron largas cuerdas por la ladera del barranco,
descendiendo por ellas acompañados por un médico y un enfermero, hasta donde se
encontraba la niña. No sé cuánto tiempo estuvieron abajo, pero a mí me pareció
una eternidad. Según el doctor, la pequeña se encontraba en un estado extremadamente
grave y necesitaba ser trasladada con urgencia a un hospital. La inmovilizaron
y la envolvieron en una manta isotérmica, izándola en una camilla hasta la
carretera, donde la introdujeron en la UVI móvil y se la llevaron al
Metropolitan Hospital Center de Manhattan. Allí, un equipo médico de urgencias
ya estaba aguardando su llegada.
No nos permitieron acompañar a la ambulancia
hasta el hospital. Tomaron nuestros datos y nos pidieron que nos acercáramos
por la tarde al departamento central de policía en Park Row para prestar
declaración.
Hicimos el camino de vuelta hasta donde habíamos
aparcado el 4x4 de Dave, en un estrecho camino forestal al otro lado del valle,
y regresamos a Nueva York. Ni una sola palabra salió de nuestros labios durante
el trayecto. El impacto emocional producido por los momentos vividos dejó una
huella en nuestro ánimo que ya no nos abandonaría el resto de nuestras vidas.
Por la tarde, antes de acercarme a la comisaría a
declarar en compañía de mi hermano y de mi amigo Dave, llamé al hospital. Me
explicaron que la pequeña hacía ya varias horas que había salido del quirófano
y que estaba en coma en la Unidad de Cuidados Intensivos. De momento, no
estaban permitidas las visitas.
En la comisaría central de Park Row,
prestamos declaración ante un circunspecto policía uniformado que,
repanchingado en su silla, nos miraba de hito en hito por debajo de sus gruesas
cejas, mientras no dejaba de preguntarnos con desgana: ¿Algo más?
Una vez terminada nuestra declaración, nos vino a
buscar el sargento David White, que estaba encargado del caso, y nos pidió que
le acompañásemos a su despacho.
−¿Quién de ustedes es Christopher Porter?
–preguntó el sargento después de pedirnos que nos sentáramos. Ante mi
afirmación, el policía inició el interrogatorio−. ¿Fue usted el que encontró a
la niña, no es así?
−Sí, sargento. En realidad fuimos tres los que la
encontramos. Estos son mi hermano Arnold Porter y mi amigo Dave Robinson, que
estaban cazando conmigo. Pero sí, fui yo el primero que la vi. El pañuelo rojo
que llevaba al cuello fue lo que me llamó la atención y gracias a eso la
descubrimos. Fue una suerte.
−Sí, sí, una verdadera suerte –apunto él,
mirándome fijamente.
David White, un pequeño hombre de semblante rudo y
abdomen prominente, vestido con un gastado traje gris y el nudo de la corbata
demasiado aflojado, no era en absoluto el arquetipo que se espera de un oficial
de policía. Bastante calvo, con un fino
bigote que remarcaba su labio superior y unas oscuras y anticuadas gafas de
concha que completaban su desaliñado aspecto.
−¿Recuerdan haber tocado o alterado algo del
escenario o del cuerpo? –preguntó, mientras sacaba del bolsillo una cajita y
extraía de ella una pastilla de regaliz, metiéndosela en la boca.
−No, no, sargen… –Me paré en seco al recordar que
eso no era cierto−. Bueno, sí, yo le puse la mano en la frente, y al notarla
templada deduje que no estaba muerta. Pero fue lo único que tocamos, aparte de
cubrirla con mi pelliza para mantenerla caliente. Después de eso llamamos al
servicio de emergencias.
El sargento White nos miraba a los tres
alternativamente como preguntándonos: “Fuisteis vosotros, ¿eh, cabrones?”.
−¿Cómo está la niña? –pregunté−. ¿Va a vivir?
−Sólo puedo decirles que está en coma. Ha estado
varias horas en el quirófano y parece que hay muchas probabilidades de que
viva. Es lo único que puedo contarles.
−Sargento −le dije−. ¿Saben ya quién es la niña?
−Sí, señor Porter, sabemos quién es.
En ese momento, ya estuve seguro de que el policía
no nos iba a revelar nada más.
−¿Y no nos lo puede decir? –lo intenté, por si
acaso.
−No señor Porter, no se lo puedo decir. ¿Por qué
quiere saberlo?
−Porque tengo sentimientos, sargento –le contesté
en un todo de voz muy serio−. Jamás podré olvidar el momento en que la
encontré, ni la pena y la rabia que sentí. Quisiera estar al tanto de cómo
evoluciona y de si puedo hacer algo para ayudarla a ella o a su familia.
−Le comprendo muy bien, señor Porter
–aparentemente el sargento me miró con otros ojos−. Pero si quiere saber quién
es o si quiere visitarla, es la familia la que tiene que darle permiso, no yo.
−¿Y podría usted facilitarles mi número de
teléfono, para que se puedan poner en contacto conmigo? Si es que lo desean,
claro.
−De acuerdo, señor Porter –dijo, levantándose y
dando a entender que se había terminado ya la entrevista−. Eso sí que puedo
hacerlo.»
Christopher acaba
de beberse el café y se dirige a su mesa de despacho. Hoy le va a resultar muy
difícil volver a sus tareas habituales. Imposible concentrarse en el trabajo.
El domingo lo ha pasado sin salir de casa, relatándoles una y otra vez a su
mujer y a su hija la terrible experiencia vivida, leyendo la noticia en los
periódicos y escuchando los diferentes noticiarios televisivos.
Él mismo mandó el
sábado por la noche una reseña a su subordinado Frank Doyle, el responsable del
equipo de guardia para la edición dominical de los informativos de la NBC.
Ha vuelto a
llamar varias veces al Metropolitan
Hospital, pero no han querido darle ningún dato sobre el estado de la
pequeña. Es información reservada, le han dicho, al estar relacionada con una
investigación policial.
Deja la taza sobre la mesa y se sienta en el sillón. Está
alargando el brazo para coger la primera carpeta del montón de tareas
pendientes, cuando suena el teléfono.